22/10/2025

Mi última clase: cuatro chistes, dos canciones y un final divertido

Esta es la clase de despedida que impartí en la Facultad de Derecho de la UIB, ante compañeros y exalumnos, al finalizar el curso 2023-2024 y con motivo de mi jubilación tras 45 años (menos 3 meses) de dedicación a la Universidad.



La clase que he preparado se organiza en torno a cuatro chistes, cada uno de los cuales se acompaña de una suerte de moraleja, un breve comentario extraído de mi experiencia como investigador y docente del Derecho. Finalizaré la clase con una breve “metamoraleja” de conjunto que explicará el porqué de este divertimento. 

No soy lo que se dice un profesor chistoso, pero los cuatro chistes de esta lección los he empleado, unos más que otros, en mis clases. Algún ex estudiante presente tal vez los recuerde.

Vamos ahí.


1. Dos vacas y los riesgos del mal legislador

Un caminante urbanita se pasea por el campo, donde ve un campesino cuidando de dos vacas. Curioso, inicia una conversación que se desarrolla así:

- ¡Bonitas vacas! ¿Son muy jóvenes?

-Sí, la blanca tiene tres años.

-¡Ah! ¿Y la negra?

-La negra también.

-¿Y le dan mucha leche?

-Sí, sí, la blanca treinta litros diarios.

-¡Ah! ¿Y la negra?

-Pues la negra también

-Y para dar tanta leche, le comerán una barbaridad, ¿no?

-¡Uf! No sabe usted lo cantidad de pienso que come la blanca, una barbaridad.

-¡Ah! ¿Y la negra?

-La negra también.

-Oiga -acaba diciendo el mosqueado paseante-, ¿por qué siempre que le pregunto por las vacas me habla solo de la blanca?

-Es que la blanca es mía

-¡Ah, ya! ¿Y la negra?

-La negra también.


Este chiste pertenece a la categoría del humor del absurdo. ¿Y por qué del absurdo? Pues porque el campesino de nuestro caso rompe constantemente la lógica que emplea el paseante, que se basa en la conocida regla del argumento “a contrario sensu” (si predicamos algo solamente de uno de los objetos presentes es porque excluimos que ese predicado sea aplicable al resto). Es el mismo argumento que el ciudadano corriente emplea cotidianamente, por ejemplo, para deducir del cartel “cerramos los lunes”, que el jueves el local estará abierto; y el mismo que los juristas emplean como herramienta interpretativa de leyes y contratos y que debemos conseguir que nuestros estudiantes manejen.

El valor de la interpretación lógica decae si el autor del texto a interpretar se conduce, como el campesino del chiste, de forma absurda. Voy a relatar un caso en el que el legislador ha rozado el absurdo y las consecuencias que ello conlleva.

El artículo 1 de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos de motor despliega el régimen de responsabilidad civil del conductor en dos párrafos: el primero dedicado a los daños personales (la vaca blanca) y el segundo a los daños materiales (la vaca negra). En el caso de daños a la personas, dice el primer párrafo, la responsabilidad es objetiva (únicos límites, la culpa exclusiva de la víctima y la fuerza mayor extraña a la conducción). En el caso de los daños materiales, dice el segundo párrafo, el conductor responde “conforme a lo establecido en los artículos 1.902 y siguientes del Código Civil, artículos 109 y siguientes del Código Penal", y, subrayo, "según lo dispuesto en esta Ley”. 

Pues bien, durante varios lustros, las Audiencias se dividieron entre las que pensaban que solamente la responsabilidad por daños personales era objetiva, y las que entendían que todos los daños estaban sujetos a idéntico régimen objetivo. Estas últimas Audiencias empleaban argumentos interesantes y nada banales, pero lo que quiero destacar es que asumían que el legislador era tan tonto y absurdo como para haber precisado que de los daños personales se responde objetivamente. ¿Y de los daños materiales? ¡Ah!, de los daños materiales también. 

El Tribunal Supremo acabó dirimiendo: los daños personales están sujetos a un régimen de responsabilidad objetiva; los materiales, a otro, distinto, de responsabilidad cuasiobjetiva. Se mantuvo fiel a la regla lógica de que si el legislador distingue (entre la vaca blanca y la vaca negra), el intérprete ha de distinguir. Pero el caso me sirve de muestra para manifestar mi preocupación por la pérdida de calidad de la producción legislativa de nuestro siglo, con demasiados textos descoordinados, incomprensibles o directamente absurdos.

Legislar no ha sido fácil nunca; legislar hoy, menos todavía, con nuestro sistema multinivel (Europa, Estado, Comunidades Autónomas) y una realidad ferozmente cambiante y exigente. Todo mi respeto, por tanto, para el esforzado hacedor de leyes. Pero si el legislador se desprestigia a sí mismo por conducirse con descuido y con la lógica del campesino del chiste, impide la utilización de herramientas interpretativas como las lógicas y cede el protagonismo a un excesivo decisionismo judicial que perjudica al Estado de Derecho por el riesgo de arbitrariedad, la inseguridad jurídica y su correlato habitual, el incremento de la litigiosidad.


2. Amigos y palabras

Una pequeña guarnición romana se sitúa en las fronteras de un Imperio que empieza a sufrir las embestidas de los pueblos bárbaros; entre ellos, algunos se romanizaban y colaboraban pacíficamente con los romanos y otros, por el contrario, conservaban su ancestral belicosidad.

El vigía de la guarnición lanza un aviso: “¡Se acerca un grupo de bárbaros a caballo!”

“¿Cuántos son? -le pregunta el centurión.

“Unos cuarenta”

“¿Son amigos?

El vigía observa detalladamente a los bárbaros y contesta con toda seguridad: “¡Amigos, amigos!"

“Pues dejad las puertas abiertas” -ordena el centurión.

Media hora después los bárbaros han entrado en tropel en la guarnición, han dado una soberana paliza a todos sus defensores y se han llevado sus vituallas.

El maltrecho centurión se dirige al vigía y le pregunta: ¿pero cómo dijiste que eran amigos?

“Es que usted me preguntó si eran amigos y yo miré bien y vi que eran amigos porque venían muy contentos, cantando y haciéndose bromas entre sí.


Si el objeto de estudio de los biólogos son los animales, de los químicos, las moléculas y de los físicos, el átomo; el de nosotros, los juristas, son las palabras. No las palabras que emocionan de la literatura, sino las palabras que ordenan, cuando se imprimen en el BOE, las palabras que condenan o absuelven y explican por qué, escritas por los jueces, las palabras que cristalizan un acuerdo de voluntades, o las que representan el legítimo ejercicio de nuestra libertad de expresión. 

Tan literarios somos los juristas que en nuestros repertorios podemos encontrar definiciones de casi todo: edificio, accidente de trabajo, contrato, vehículo de motor, animal de compañía (y, sí, podría serlo un pulpo), gato merodeador, llaves falsas, cookies (dispositivos de almacenamiento y recuperación de datos en equipos terminales de los destinatarios), sistema de IA, vivienda, aceite de oliva virgen extra…

Más aún: los juristas somos letrados al cuadrado. No solo nuestro objeto de estudio son las palabras, sino que también lo son las herramientas con las que publicamos o transferimos los resultados de nuestra investigación o con las que explicamos a nuestros alumnos las palabras que hemos estudiado. Las palabras son nuestro cultivo y nuestro microscopio. Trabajamos con palabras sobre palabras.

Las palabras son compañeras tan preciosas como engañosas, hay que quererlas, pero también temerlas; por un milímetro de incomprensión acerca de la palabra “amigo”, un fuerte romano puede ser arrasado. Los profesores de universidad, si conservamos algo de la humildad que debería sernos propia, experimentamos frecuentemente la fragilidad de la palabra: cada vez que observamos que nuestras explicaciones no son bien comprendidas por nuestros estudiantes; o cuando el enunciado de nuestra pregunta, teórica o práctica, presenta un grado de ambigüedad que hace legítima la respuesta alternativa de un estudiante. Al fin y al cabo, sometemos nuestras palabras a cientos de entendederas que nos pueden servir de espejo crítico.

Por todo ello, siempre he cultivado, con pasión y casi obsesión, el respeto a las palabras y lo he compartido con mis discípulos y enseñado a mis estudiantes. Muchos lustros de observación me han permitido llegar a una conclusión: si sientes el respeto por las palabras, siempre podrás mejorar tus competencias en comprensión y expresión. Conclusión que nos trae una noticia buena y una mala. La buena, como he podido observar en muchos casos: que estudiantes que llegan a la universidad con un bagaje literario menos que regular pueden acabar desarrollando, con los años, una competencia notable y hasta sobresaliente; la mala noticia: que seguimos teniendo que mantener la pulsión por la calidad de nuestras letras hasta el última día de nuestra vida productiva, porque siempre, siempre, siempre lo podremos hacer mejor.


3. Una pobre araña y dos cosas que no debe guardarse ningún jurista en el bolsillo

Un científico practica sobre una desdichada araña un experimento dedicado a observar su comportamiento cuando va perdiendo sus patas.

Le quita primero una de sus ocho patas y le dice: “!Anda, araña!”. Cuando la araña camina, anota en su cuaderno de laboratorio: “Araña con siete patas camina con normalidad”.

Así sigue desarrollándose el experimento y van añadiéndose nuevas notas en el cuaderno de laboratorio: “Araña con tres patas se mueve con cierta torpeza”, “Araña con dos patas se mueve con extrema lentitud y es incapaz de girar”, “Araña con una pata solo es capaz de girar en círculos sobre sí misma”.

Y llega el momento en que el científico despoja a la araña de su última pata. “¡Araña, anda!”. Nada. “¡Araña, anda”! (más fuerte). Nada. ”¡Venga, que andes!”. Nada.

Anotación en el cuaderno: “Araña sin patas, sorda”.


El científico de nuestro caso ha realizado una inferencia causal de zoquete, falta de toda dosis de sentido común. Me pregunto, con todo, si, a la vista de los datos del experimento, un ChatGPT no habría podido llegar a la misma conclusión y es que la conclusión es técnicamente lógica si asumimos el punto de partida absurdo de que la araña se mueve porque se lo ordenamos.

Recuerdo que conté este chiste a mis estudiantes a propósito del siguiente episodio. El Baremo de tráfico cuantifica el daño moral que sufre una persona por las secuelas de un accidente con una tabla de puntos. En un listado de más de diez páginas, no apto para hipocondriacos, el Baremo desglosa una infinita lista de secuelas, que van desde la pérdida de un diente o una diminuta cicatriz a una tetraplejia, y les atribuye una puntuación que va desde un punto por un diente a 100, la máxima, por una tetraplejia. A continuación, el Baremo que aplicábamos, anterior al actual, incluía una tabla en la que se fijaba un “precio” para cada punto, de forma creciente: 1 punto eran 600 euros, 2, 630, 3, 660 y así seguía ascendiendo hasta los 100 puntos, que se valoraban en 2.500 euros. El Baremo rezaba “Valor del punto en euros”. Los estudiantes tenían que calcular la indemnización por daño moral que habría merecido Ramón Sampedro, el protagonista de “Mar adentro”. Iban a la primera tabla y asignaban 100 puntos a Sampedro; con ellos iban a la segunda tabla y acudían a la casilla de los 100 puntos donde encontraban su respuesta unánime: 2.500 euros. 

Pero, pero, pero, ¿cómo podéis pensar que el daño moral de Sampedro es solamente cuatro veces superior al de quien pierde un diente o igual al que sufre cuatro accidentes y pierde un diente en cada uno de ellos? ¿No os dice vuestro sentido común que no puede ser así, que hay algo que no cuadra, que tenéis que revisar vuestro cálculo? Ah, claro, es que cuando resolvéis un problema jurídico (y más si tiene una presentación matemática) mantenéis vuestro sentido común bien guardado en el bolsillo, como el científico de la araña. Y no, la conclusión es que el jurista debe tener siempre sobre la mesa, en uso, su sentido común, su sentido natural de la justicia. No siempre la solución del problema coincidirá milimétricamente con la que resulta del sentido común, pero este es, como mínimo, un instrumento de control imprescindible.

[En el caso de Ramón Sampedro, por si quedaba alguna duda, los estudiantes habían omitido multiplicar el valor del punto (2.500) por el número de puntos (100), lo que produce una indemnización más ajustada, sin duda, al daño moral que padeció.]


Hace más de diez años, un abogado de provincias asumió por amistad la defensa de los intereses de Mohamed Aziz, que estaba inmerso en un proceso ejecutivo hipotecario y en trance de ser lanzado de su vivienda, pese a que el contrato parecía contener cláusulas abusivas. En vez de conformarse y asumir como normal que la sumariedad del proceso ejecutivo impedía la plena defensa de su cliente, que era lo que venía ocurriendo hasta entonces, el abogado presentó una demanda declarativa con medidas preventivas y logró que el juez planteara una cuestión prejudicial ante el TJUE. La sentencia del caso Aziz, resultante de su resistencia a doblegarse ante una situación consolidada, supuso uno de los primeros descalabros de las prepotentes entidades financieras y obligó al legislador a poner coto a la injusticia. 

El sentido común no es la única herramienta que no debe dormir en el bolsillo del jurista. El caso Aziz y tantos otros nos muestran que la segunda herramienta que el jurista debe tener siempre encendida es la duda, el recelo ante lo establecido, es decir, el espíritu crítico.

¿Y cómo está el sentido crítico de nuestros estudiantes? Contaré un pequeño experimento que he realizado con alguna frecuencia en clase. Tomo un concepto importante de la asignatura, que ha sido explicado, subrayado y hasta preguntado en examen (por ejemplo, que las compraventas de inmuebles en documento privado son válidas) y, al hilo de algún ejercicio, de pasada pero rotundamente, afirmo con toda seriedad lo contrario (que una compraventa en documento privado es nula) y atiendo a su reacción. O su falta de reacción, porque en rarísimas ocasiones ha habido algún estudiante con el espíritu crítico alerta que me haya preguntado al menos si no me estaba contradiciendo.

Mi conclusión es que la inmensa mayoría de nuestros estudiantes tiene invalidado su espíritu crítico, primero, por un fortísimo sesgo de conformidad (ya sabéis, el que se representa con el refrán “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”) y, segundo, por el respeto rutinario a la autoridad académica que aprueba y suspende. 

El pensamiento crítico no es un contenido que pueda enseñarse, es una actitud que podemos fomentar y excitar. Para ello, en mi opinión, nada mejor que enfrentar al estudiante a dos visiones de las cosas: la que reciben en clase y otra exterior, sobre todo si está basada en la experiencia. Por eso resultan tan importantes la admirable clínica jurídica de la Facultad, las prácticas externas y hasta, quizás, un proyecto de fin de grado revisado.


4. Una extraña asociación y dos canciones 

“Ring, ring”. Una persona toca el timbre de un portal. 

-”¡Buenos días! ¿Qué desea?” -dice quien le abre la puerta.

-”¡Buenos días! Es aquí la reunión de la asociación de personas ansiosas?”

-”Bueno la reunión es mañana. Pero, pase, pase usted, que ya están todos”.


Siempre he insistido mucho a mis estudiantes que el jurista es un sujeto lento y pausado, que nunca contesta a ninguna pregunta sin contar primero hasta diez e, incluso entonces, rara vez entrega un “sí” o un “no” sino, casi siempre, un “depende”. También les explico que el “depende” es una respuesta estándar pero que lo realmente meritorio es averiguar "de qué depende”. Sí, como cantaba el añorado Pau Donés: “Depende ¿De qué depende? De según cómo se mire todo depende.”

Ya ha salido la primera canción y ahora viene la segunda.

Para averiguar de qué depende la solución de un problema jurídico, he insistido constantemente a los estudiantes en que fueran metódicos y les he ofrecido guías para seguir procedimientos de análisis y reflexión bastante pautados. Les he dicho que en Derecho hay que ir siempre despacito y pasito a pasito, frases que no despertaban ninguna reacción especial hasta que hace unos 6 o 7 años detecté en mis estudiantes algunas sonrisas que les tuve que pedir que me explicaran; y es que, a diferencia de Jarabe de Palo, el tal Fonsi sinceramente quedaba (y queda) fuera del campo de mis gustos musicales.

Cuando he explicado a mis estudiantes conceptos y, sobre todo, procedimientos, siempre he prestado atención al fenómeno denominado “ángulo muerto o punto ciego del experto”. En el proceso de aprendizaje, comenzamos en un estado de incompetencia inconsciente (ni sabemos ni sabemos qué tenemos que saber; no sabemos qué es lo que no sabemos, por culminar el juego de palabras). Poco a poco vamos sabiendo más y adquiriendo conciencia acerca de lo que necesitamos saber (competencia consciente) y, finalmente, cuando llegamos a ser unos expertos, con muchos conocimientos y experiencia, alcanzamos un estado de competencia inconsciente: somos capaces de ejercitar nuestras competencias y conocimientos, pero lo hacemos de forma tan automática e instintiva que ya no somos conscientes de lo que sabemos o hacemos; como cuando conducimos, que no necesitamos pensar: “tengo que pasar a cuarta, pisar embrague y mover simultáneamente la palanca de la caja de cambios hacia abajo y hacia la derecha”. El problema se presenta cuando tenemos que explicar y formar a nuestros estudiantes en aquello que hacemos pero no sabemos cómo. Cualquiera que haya intentado dar unas clases de conducir a algún familiar entenderá perfectamente la gravedad del "punto ciego del experto": y es que, alcanzado un nivel de experiencia, nos resulta dificilísimo descomponer nuestros conocimientos o competencias en unidades más reducidas que puedan servir de pautas, de andamiaje, en la formación del estudiante. Tomamos atajos sin darnos cuenta de que lo hacemos. 

El propio lenguaje abstracto que empleamos no deja de ser uno de estos atajos y es que expresiones como “relativo o absoluto”, “subjetivo u objetivo”, “imperativo o dispositivo”, "buena fe", "acción" o "acto administrativo” están cargadas de un contenido sedimentado por lustros de experiencia que no tiene por qué ser compartido por un estudiante de grado. 

Prevenir el punto ciego del experto evita algo que nuestros estudiantes pueden contarnos: que mejor que a un sabio catedrático, prefieren como profesor al más joven ayudante porque es el que les va a explicar como necesitan, pasito a pasito. ¿O alguien querría a Fernando Alonso para aprender a conducir?


Siguiendo por los vericuetos psicológicos, traigo también a colación el último libro que estoy leyendo, escrito por el reputado psicólogo social, Jonathan Haidt. En él se tilda a la generación Z, que es la que ahora puebla nuestras aulas, de ser “la generación ansiosa”; esta ansiedad, que explica los crecientes problemas de salud mental de los adolescentes, obedece a razones como el sobreproteccionismo paterno, que reduce el enriquecedor roce con la vida de los niños, pero, sobre todo, a la perniciosa combinación de móviles y redes sociales. La omnipresencia y atractivo del mundo virtual alternativo compromete gravemente la atención de todos. “La liberación de la atención humana puede ser la lucha moral y política definidora de nuestro tiempo” -dice, por ejemplo, James Williams, alguien que sabe de qué habla porque antes de dedicarse a la academia fue uno de los estrategas de Google.

Puedo equivocarme, pero prohibir el uso de dispositivos electrónicos en las clases universitarias no es la solución; además de dar una imagen antediluviana de la universidad, Haidt nos explica que el efecto de los móviles se extiende más allá de su uso y que los jóvenes tienden simplemente a no estar (mentalmente) donde están (físicamente), incluso sin móviles. El remedio, en mi opinión y por mi experiencia es fácil; 

  • selección de la materia de las asignaturas;
  • aplicar en clase técnicas de aprendizaje activo;
  • hacer de la clase un interludio entre trabajo y trabajo personal del estudiante y no un preludio al que los estudiantes llegan virginales como una página en blanco;
  • valorizar las clases, haciéndolas preciosas y no masivas;
  • hacer leer y escribir;
  • grupos reducidos y relación personalizada con el estudiante 
  • y emplear todas las técnicas de motivación habidas y por haber. 

Bueno, cuando señalaba que el remedio era fácil, lo hacía en broma; puede ser fácil de decir, pero, desde luego, no de hacer.


5. Final divertido

Tiempo de ocuparse de la "metamoraleja" y de explicar el porqué de este divertimento algo chistoso y musical. En esta conclusión deberían aparecer muchos nombres, todos los que estáis aquí, en la mesa y en los asientos, y muchos más, pero mencionarlos me llevaría media hora y encima correría el riesgo de incurrir en injustas omisiones. Solo haré una excepción para Cristina, que ha sido mi compañera de aventura desde el minuto uno de esta historia (bueno, desde el minuto 2 para ser más preciso).

Venga, ¿por qué un divertimento final? 

Estuve pensando durante un tiempo qué podría resumir mi experiencia de estos casi 45 años de profesorado universitario. Pensé en la idea de servicio público, que siempre he tenido como norte. Pensé también en mi gusto por la innovación discretamente heterodoxa o por el afán continuo de mejora. Pero, al final, concluí, y de ahí el tono de esta clase, que lo principal es … que me he divertido, me he divertido mucho. 

Por eso, a todos los que me habéis ayudado o simplemente me lo habéis permitido, de corazón, muchas gracias.


Palma, 20 de septiembre de 2024


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