30/09/2019

¿Por qué un profesor universitario puede querer dedicar a la docencia más tiempo del estrictamente indispensable? Una respuesta autobiográfica


1. Planteamiento


Como esta es una entrada sobre motivaciones y decisiones, nada mejor que emplearse a uno mismo como objeto de observación. La desinhibición que me produce el hecho de encontrarme en la recta final de mi carrera universitaria (me jubilo en 2027) garantiza -creo yo- la sinceridad que me propongo aplicar en estas líneas, pues poco tengo ya que demostrar u ocultar.

Empiezo, pues, con mi dedicación general a la profesión universitaria. En estos últimos años dedico a la universidad aproximadamente un promedio de 40 horas semanales (frente a las 37,5 reglamentadas) y disfruto, de forma bastante distribuida, de un mes de vacaciones (no equivalente, por tanto, a los más amplios periodos no lectivos en la universidad). En algunas etapas (primer tercio de mi carrera, vicerrectorado y decanato) la dedicación se ha acercado a las 50 horas y las vacaciones se han reducido a la mitad; juventud y/o motivación me han servido de gasolina y la conciliación familiar se ha salvado como buenamente se ha podido (se ha podido).

Si descuento ese bajo continuo de la actividad universitaria que son las típicas tareas de gestión (reuniones, actos académicos, rellenado de formularios, etc), me quedan disponibles, a ojo de buen cubero, unas 1.600 horas anuales. Con 500 horas sería suficiente para cumplir dignamente mi desempeño docente, al nivel de lo que es exigible, por buscar parangones, a un profesor asociado: clases claras, atención a las dudas de los estudiantes, examen o exámenes sin misterio y evaluación justa; así me ajustaría, como docente, al canon del profesor "buen padre familia", por emplear esta reliquia todavía vigente en nuestro Código Civil. Sin embargo, desde hace años, he optado por dedicar a la docencia más tiempo del estrictamente necesario y, grosso modo, divido mi dedicación por mitades entre tareas de investigación y docencia: la investigación la concentro en el primer semestre; la docencia en el segundo.

De resultas de mi decisión de igualar mis desempeños docente e investigador, me encuentro con un plus de 300 horas anuales, que empleo, esencialmente en: a) la elaboración de materiales docentes que me permiten aplicar una metodología docente inversa (flipped classroom) [ver ZONA RESPONSABILIDAD CIVIL* y ZONA OBLIGACIONES Y CONTRATOS estudiantes] b) la interacción (cada estudiante pasa, como mínimo, por dos tutorías y un seminario) y la retroacción (los estudiantes reciben una evaluación pormenorizada de cada una de sus actividades) con los alumnos. Dado que sustituyo la clase magistral por otras actividades a realizar en el aula, su preparación me lleva también algo más de tiempo, pero en una escala mucho menor que la creación de materiales y la interacción/retroacción.

Por esos centenares de horas anuales compiten hasta tres alternativas: la investigación (en sentido amplio, incluyendo transferencia), la realización de actividades remuneradas de asesoría y la holganza. Como personalmente he descartado las dos últimas, concluyo con la pregunta que intentaré responder en las líneas que siguen:  ¿qué motivos o incentivos tiene un profesor de universidad como yo para dedicar a la docencia más tiempo del indispensable (en concreto, 300 horas anuales) y no sumarlas, en cambio, a la investigación? ¿Qué incentivos o qué razones explican esta toma de decisión pro-docencia?


2. Incentivos


2.1. Los colegas


Los profesores nos miramos mucho entre nosotros, mucho más de lo que normalmente reconocemos; y valoramos el rechazo, aplauso, aprobación o desapego de los demás con mayor intensidad que en otras profesiones. Por ello, es psicológicamente difícil sustraerse del todo a la escala de valores que tus compañeros de universidad comparten y transmiten.


En la universidad de los ochenta, en la que di mis primeros pasos, la escala de valores era bastante clara: la investigación ¡y la preparación de las oposiciones! constituían la actividad primordial del profesor; la docencia era una suerte de trabajo manual más propio de "penenes" que de profesores numerarios. [Un poco de historia para jóvenes: los profesores no numerarios o "penenes" eran profesores a tiempo completo, sin plaza fija, que asumían las necesidades docentes generadas en una universidad que empezaba a masificarse sin que se acompasara el número de plazas que salían a oposición; el equivalente aproximado de los falsos asociados que se emplean hoy en algunas universidades].


La manifestación más extrema se podía encontrar en una especie hoy prácticamente extinguida, pero entonces presente: la de los profesores que afirmaban su "alcurnia" mediante manifestaciones, públicas y sin tapujos del más absoluto desprecio por los estudiantes y por la actividad docente. Aunque no constituían, ni mucho menos, la norma, resultaban congruentes con algunos dichos que corrían por los viejos pasillos universitarios, como "¡qué bonita sería nuestra profesión si no fuera por la puñetera hora de clase!" o "da más clases que un penene". En paradigmática aplicación de la muy moderada estima en que se tenía a la docencia, se pasaba generalmente por alto tanto el absentismo "venial" como la delegación de las clases sobre las espaldas de los situados en los escalones más bajos de la pirámide universitaria.

Más allá de estos datos, más o menos observables, había otros más sutiles pero no menos significativos: lo poco que se hablaba de lo que se hacía en clase y los gestos de cortés displicencia o no disimulada conmiseración con la que se recibía el relato, por algún joven entusiasta, de alguna trabajosa actividad docente extraña a los estándares al uso.

Quizás por efecto de "Bolonia" (y de la acción "misionera" de algunos precursores -como civilista, me resulta obligado citar aquí al profesor Jesús Delgado-), la desafección profesoral hacia la docencia se ha templado mucho en la universidad del siglo XXI. Aunque la "excelencia" se reserva para la investigación y la enseñanza ha de conformarse con la "calidad", lo cierto es que las Facultades (en un llamativo retorno, pues parecía que iban a ser engullidas por las unidades investigadoras: departamentos y grupos) han asumido, con mayor o menor apego, que también nos debemos a los estudiantes. Es normal encontrar que los profesores compartan conversaciones -de despacho, pasillo, café o seminario- sobre cuestiones relativas a la docencia, ves que los más jóvenes prestan atención a lo que hacemos los mayores en las clases, se han multiplicado los cursos y publicaciones sobre cuestiones didácticas (que en ellos haya mucha bazofia no había de ser una característica exclusiva de sus congéneres científicos; los incentivos perversos han llenado todo de hojarasca), etc.

Sin llegar a la plena igualdad, la escala de valores de los profesores se ha equilibrado lo suficiente como para que la estimación ajena no constituya apenas un factor relevante en la decisión de volcar sobre la actividad docente esas 300 horas por las que me estoy preguntando. Mi cauteloso "apenas" se debe a que, además de mirarnos mucho, somos, en primer lugar, muy competitivos y nos puede incomodar que la compañera del despacho vecino aplique esas horas a la investigación y, consiguientemente y simplificando, publique más que nosotros; y somos, en segundo lugar, muy fiscalizadores (he estado a punto de escribir "envidiosos") y nos puede fastidiar que aquel otro desvíe este paquete de horas hacia la "vida bucólica".


2.2. Los "maestros"


Para lectores no universitarios aclaro que en nuestra jerga la palabra "maestro" (siempre con comillas, incluso al pronunciarla) alude al director de la tesis doctoral y mentor, al menos, de nuestros primeros pasos en la carrera universitaria.

La añosidad y su consiguiente carga de arrugas, calvicies y flacideces varias, trae consigo un curioso descubrimiento: que también envejecemos como nuestros progenitores, como revelan, en los álbumes de fotos, las inesperadas semejanzas que hallamos sobrevenidamente entre nuestro yo actual y el pretérito de nuestros padres. Coincidiendo con la lectura de un libro que sostiene que la capacidad de emulación es uno de los rasgos genéticos que principalmente explica la impresionante evolución del ser humano, me ha dado por pensar que la influencia de los "maestros" no se limita a nuestra formación inicial, sino que nos dota de una suerte de carga genética que se sigue manifestando, como las arrugas de nuestros padres, a lo largo de toda nuestra vida académica. Y el pensamiento me ha llevado a observar que, efectivamente, las tres actitudes  que absorbí de mi "maestro", José Antonio Doral, son, todavía hoy, detectables en sus "discípulos" (también escrito y pronunciado con comillas, pero con menor énfasis que "maestro"), y yo mismo las he aplicado y compartido con los míos. La primera es general y consiste en el respeto más absoluto a la libertad personal y académica del "discípulo". La segunda actitud se refiere a la investigación y, aunque es algo difusa, yo la definiría como ese "puntito" de heterodoxia derivado de considerar que la parte principal de la investigación reside en saber hacerse preguntas. La tercera, que es la que conecta con esta entrada, consiste en valorar la docencia como una responsabilidad principal del profesor, los estudiantes como personas merecedoras de nuestro trabajo y la enseñanza como objeto ordinario de conversación y preocupación. Por eso -y recuerdo que estoy dando una respuesta autobiográfica a la pregunta de la entrada-, puedo decir que, en mi caso, la fuerza de la emulación, más o menos consciente, me lleva a tener la enseñanza en la más alta consideración. Es algo que llevo conmigo desde que, en 1979, me acerqué al despacho de José Antonio Doral en la Facultad de Derecho de San Sebastián para preguntarle si me quería dirigir la tesis doctoral.


2.3. La universidad


A. Incentivos a la dedicación docente

La Universidad no incentiva que sus profesores dediquen un plus de esfuerzo a la docencia porque, en mi opinión, no pueden disponer de los indicadores que permitan premiar la calidad o, para ser precisos, no pueden disponer de ellos con unos costes asumibles. Las universidades que tienen un complemento de docencia lo condicionan a méritos, como el de la asistencia a cursos didácticos, que pueden lograrse sin necesidad de aplicar ninguna de esas 300 horas anuales que están en el alero de la docencia o la investigación. Se trata, además, de indicadores indirectos o proxies de la calidad que resultan mucho menos significativos que los equivalentes que se emplean en la evaluación de la investigación (que, por otro lado, no dejan de ser objeto de crítica). Por desgracia, no veo posible una evaluación efectiva de la docencia que no incorpore, como elemento principal, una evaluación por pares e in situ, lo que, hoy por hoy, constituye un gasto difícil de asumir por nuestras universidades; máxime cuando ellas también padecen el sesgo favorable a la investigación de los principales ránquines universitarios.

Sí creo, en cambio, que las autoridades académicas -demasiado obsesionadas con la burocracia universitaria- podrían emplear con mayor frecuencia estrategias soft, emotivas, a las que tan sensibles somos los profesores, encerrados como estamos en nuestra pequeña burbuja personal (la asignatura/grupo, en el caso de la docencia). Reconozco que me encendió la luz una anécdota sucedida en mi mandato decanal. Cada año enviaba a los profesores que habían destacado en las evaluaciones docentes (luego vuelvo sobre sus sesgos) un tarjetón de felicitación y agradecimiento escrito con buena caligrafía. Una "bobadita" -pensé-, hasta que me contaron que uno de los destinatarios del tarjetón, un profesor asociado de solera y realmente dedicado a sus estudiantes, lo había enmarcado y colgado en su despacho. Mi conclusión: como las palmaditas en la espalda no están sujetas a ningún proceso competitivo, ni lo está el "cuéntame qué haces", ni el "ven a compartirlo en un seminario"..., creo que, sin llegar a su devaluación por exceso, deberían emplearse con mayor profusión por las autoridades académicas si de verdad quieren incentivar la calidad docente.


B. Incentivos a la dedicación investigadora

Sexenios y promoción son los dos principales acicates de la actividad investigadora, como sabe cualquiera que haya puesto los pies más de cinco minutos en un despacho universitario.

En cuanto a los sexenios, aunque el nivel de exigencia es alto, creo que pueden obtenerse sin necesidad de recurrir a esa bolsa de 300 horas cuya aplicación estoy examinando. Salvo el primero -que todavía no sé por qué me tumbaron- y un "novenio" -en parte debido a mis "excesos" decanales-, he ido obteniendo los sexenios de forma consecutiva hasta la fecha. Es cierto que la ausencia de indicadores externos fiables hace que los investigadores de ciencias jurídicas debamos ir a los sexenios con cierta "superproducción preventiva", pero creo que los sexenios, al ser superables con la dedicación investigadora "básica", no llaman con intensidad insuperable a la recolocación de las 300 horas de marras.

No ocurre lo mismo con la promoción universitaria, dependiente de un proceso de acreditación basado en el "peso" (comillas nada inocentes) de las investigaciones que está dilatando enormemente el momento en el que, obtenida la cátedra, uno se siente más dueño de uno mismo y de sus dedicaciones. Reconozco pertenecer a la "generación afortunada" de finales del XX y que, muy lejos, incluso, de los records de la  época, accedí a la titularidad a los 29 años y a la cátedra a los 37. Por eso no me quiero "hacer el valiente": no sé qué habría hecho con los actuales mecanismos de promoción; es posible que hubiera flaqueado en mi dedicación docente durante dos o tres lustros más. Mi conclusión para decanos es que van a tener que elaborar el "cesto" de la enseñanza de los próximos decenios con unos mimbres muy escuálidos: los de unos profesores que tienen que dedicar lo mejor de sí mismos al engorde de su currículo investigador. 


2.4. Los estudiantes


A. Los estudiantes presentes

¿Incentivan los estudiantes que su profesor les aplique esas 300 horas extra de actividad docente? Sí si uno atiende a sus manifestaciones, explicitadas o no; no si uno se queda con el resultado más visible y cuantificable: el de las encuestas. Mis "calificaciones" en las encuestas se quedan habitualmente a las puertas del sobresaliente, entre el 8 y el 9. Por paradójico que parezca, tengo la absoluta certeza de que, si prescindiera de mi dedicación extra, que me permite adoptar un régimen de enseñanza de intensidad elevada, y siguiera un sistema más tradicional, con unas claras explicaciones en clase y un examen o exámenes sin riesgos, las encuestas entrarían claramente en la zona del sobresaliente. Superar esta pequeña frustración -y, por tanto, factor desincentivador- no resulta fácil y me ha requerido mucha reflexión y no poca convicción personal. 

Está estudiado (ver, por ejemplo, aquí o aquí; aquí se explica la característica "bipolaridad" con la que los estudiantes reaccionan ante la innovación docente: o entusiastas o hipercríticos), que la utilización en la enseñanza superior de métodos de enseñanza activa (como lo son, en mi caso, la enseñanza invertida y la interacción/retroacción continuada), pese a que mejora de forma efectiva la formación de los estudiantes, es recibida por estos con una resistencia que se ve reflejada, por ejemplo, en las encuestas. Como se trata, precisamente, de sacar a los estudiantes de su "área de confort" (y, en algunos casos, desgraciadamente, ponerlos ante el espejo de las lagunas competenciales que arrastran desde el bachillerato), es natural que bastantes respondan restando algún punto o puntos porque han tenido que trabajar más de lo que esperaban (aunque sea siempre por debajo de la dedicación del crédito ECTS), han recibido una retroacción que les ha incomodado, no están de acuerdo con el peso de determinada actividad (generalmente el estudiante quiere que las actividades pesen en la nota por lo que les cuestan y no por lo que valen), sufren la inseguridad de una evaluación cualitativa y de competencias, se han enfrentado a problemas prácticos enervantes (por ejemplo, en el manejo de las bases de jurisprudencia), piensan que con un sistema tradicional hubieran logrado una mejor ratio nota/esfuerzo, etc. Si, con 20 años, yo hubiera tenido un profesor del mismo tipo, lo que no ocurrió, es posible que hubiera hecho lo mismo: valorar el esfuerzo pero manifestar de alguna forma mi ápice de disconformidad o incomodidad.

Sumo otro elemento circunstancial también paradójico: para los que hemos sido practicantes "preboloñeses" de la enseñanza activa, Bolonia ha supuesto un empeoramiento contextual. En primer lugar, la semestralización de la enseñanza dificulta la inmersión de los estudiantes en una metodología que persigue, fundamentalmente, un aprendizaje a largo plazo. En segundo lugar, la obligada aplicación de una evaluación continua ha hecho que todas las asignaturas desplieguen a lo largo del semestre un rosario de pruebas y actividades, aunque sea de mala gana y/o con escaso análisis de su indicación a efectos formativos; en comparación con la competencia así desatada sobre el tiempo del estudiante, los "boloñeses" avant la lettre disfrutábamos en otros tiempos de un añorado pacto tácito: fuera de los periodos de exámenes (parciales o finales) los estudiantes se dedicaban intensamente a nuestras asignaturas; en los periodos indicados, éramos nosotros los que nos quitábamos de en medio. 


B. Los exestudiantes 

A diferencia de lo que ocurre con los estudiantes, los exestudiantes sí constituyen un factor incentivador relevante. Su alejamiento del fragor de las asignaturas a superar ("quitarse") y su contacto con la vida real les otorga una perspectiva especialmente valiosa y suelen manifestarse de forma muy positiva en la valoración del plus de esfuerzo que se les ha dedicado. Es una pena que no se realicen encuestas individuales a los cinco años de haber terminado la carrera (sí las hay sobre su formación en general), por lo que uno ha de conformarse con sus expresiones informales de agradecimiento. Trabajar en una pequeña comunidad como la balear, hay que reconocerlo, favorece las oportunidades de obtener esta retroalimentación; véase, a modo de ejemplo, este hilo de Twitter.

Así que cierro este apartado con otra recomendación: si eres un exestudiante y tropiezas (en el mundo real o en el virtual) con uno de tus exprofesores y tienes motivos de satisfacción respecto de la formación que te ofreció, no te cortes, no somos famosos asediados por sus fans: manifiéstate (sugerencias de mejora, incluidas).


2.5. Las emociones


También las emociones constituyen un incentivo para el profesional universitario, que no somos de piedra... 

Investigar es divertido y retador, aunque tenga sus momentos "petardos" (por ejemplo, la corrección de pruebas). Además, produce orgullo (una emoción muy estimable en un mundo tan vanidoso como el universitario) verse publicado, mencionado, citado o invitado a publicar o conferenciar.

Elaborar los materiales (las "Zonas") y preparar las actividades a desarrollar en clase no son tareas menos divertidas y retadoras que las investigadoras, pero no puedo decir lo mismo de la corrección (con retroacción) de trabajos de estudiantes, que, por el número de ejercicios a corregir, acaba resultando tediosa: una percuciente invitación a pasarse a sistemas de examen más sencillos. ¿Y el orgullo? Bajarse de la tarima de la lección magistral puede afectar a la autoestima de algún profesor, pero no es mi caso. Es un primer motivo de orgullo, en cambio, la constatación de que los materiales de las "Zonas" resultan útiles para compañeros o estudiantes de otras universidades. Observar la mejora de un estudiante desde el inicio del curso o a partir de sus propias expectativas también es un motivo de satisfacción, aunque la mencionada semestralización de las asignaturas y el abandono de las rotaciones en áreas como el Derecho Civil, han reducido mucho las oportunidades de observar estas progresiones.   


2.6. Conclusión


Mi conclusión es clara (y preocupante): como dicen los cronistas deportivos, el campo parece que está inclinado hacia la portería de uno de los equipos. Casi todo invita al profesor a dedicar a la docencia la menor cantidad de tiempo posible, salvando solamente la que su propia dignidad le exija.

¿Cómo, entonces, pese a que casi todo invita a adelgazar la prestación docente del profesor, he optado por lo contrario? Pues por un ejercicio racional o, si se quiere, teleológico. Al final, a lo que debes enfrentarte, en la soledad de tu despacho, si te sientes servidor público, es a una pregunta: ¿a qué resulta socialmente más útil que dedique esas 300 horas a que me estoy refiriendo a lo largo de todas esta entrada? Sigue la respuesta que yo me doy, que no tiene por qué coincidir con la de otra persona, pues es altamente circunstancial.


3. ¿Cañones o mantequilla?


3.1. Introducción


Pongamos que, cumplidas mis obligaciones básicas como docente e investigador, cuento con una bolsa de 300 horas disponibles bien para incrementar mi actividad investigadora, bien para mejorar mi prestación docente. ¿Qué coste de oportunidad tiene optar por lo uno o por lo otro? ¿Qué es preferible para el servicio público universitario? ¿Es mejor fabricar cañones o producir mantequilla?

No me puedo conformar con respuestas fáciles, como la del mito de que cualquier inversión en investigación revierte finalmente en una mejora de la docencia. En mi experiencia, es cierto que la dedicación investigadora ayuda a que estemos atentos y mantengamos un buen tono de "agilidad intelectual", pero el grado de hiperespecialización con el que trabajamos hace que la traslación de los resultados de la investigación a la docencia, al menos del grado, sea esporádica y estadísticamente despreciable. Por el contrario, pienso que es la investigación la que es más deudora de la docencia: primero, porque esta nos obliga a realizar esas lecturas transversales y generalistas que pueden servirnos, directa o indirectamente, para contextualizar nuestras investigaciones más monográficas; segundo, porque, del preguntarse a uno mismo que ha de estar en la base de la preparación o ejecución de la actividad docente, surgen, si no "eurekas", sí interrogantes que pueden acabar siendo objeto de una investigación.

Menos todavía me conformo con la típica solución ecléctica de repartir a medias, pues creo que supone eludir la responsabilidad (y desperdiciar la libertad) que tenemos de tomar decisiones atinentes a nuestra profesión.

Así que voy a explicar en un apartado cuáles creo que serían los beneficios de una hipótética priorización de la actividad investigadora y en otro los de la alternativa docente, que, como he dicho, es la que vengo adoptando. Aunque lo advierte el propio título de la entrada, es importante repetirlo aquí: es un análisis que se corresponde con mis concretas circunstancias, un balance personal; cuánto puede tener de transferible, cada lector lo podrá pensar para sus propias circunstancias (también puede pensar que me equivoco, claro).


3.2. Más investigación


¿Qué valor añadido supondría que yo desequilibrara mi balanza académica a favor de la investigación? ¿Qué aportarían 300 horas anuales más de Cavanillas-investigador?
  • No digo que no tenga su importancia la investigación jurídica, por la pausa, perspectiva y neutralidad que puede aportar al debate público, a la elaboración del Derecho o la justicia de las resoluciones de nuestros tribunales o administraciones.  Pero, ciertamente, no soy un científico embarcado en una prometedora línea de investigación relacionada con el cáncer ni estoy explorando los límites de la física cuántica, en cuyo caso probablemente entendería justificado orientar a la investigación la parte del león de mi dedicación universitaria. 
  • Creo que no escribo tonterías, que busco aportar ideas originales y exponerlas con honestidad y con el mayor respeto al tiempo y paciencia del lector, pero a estas alturas de mi carrera tengo claro que no me cuento entre los top de la investigación jurídica, entre aquellos escogidos, que se pueden contar con los dedos de una mano, que zanjan polémicas y dejan exhaustos los territorios en los que trabajan. No digo que el sudor del "proletariado" de la investigación no sea también productivo, pues la ciencia del Derecho precisamente se caracteriza por evolucionar mediante una lenta sedimentación que resulta de toda clase de aportaciones, grandes o pequeñas, siempre que tengan un mínimo de calidad. Lo que sí digo es que con esas 300 horas apenas voy a poder hacer algo más que engrosar discretamente mi granito de arena.  
  • Somos varios centenares los investigadores que nos dedicamos a la civilística, la producción bibliográfica en la universidad española se ha motorizado y la lectura, incluso la no reposada, la que supera el listón del leer para poder citar, se ha convertido en un bien escaso (ver sobre ello esta otra entrada de este blog). Esta burbuja productiva, que favorece que tantas buenas ideas se escurran como arena entre los dedos, también me mueve a dosificar los esfuerzos investigadores.


3.3. Más docencia


¿Qué aporta, por comparación, la aplicación de esas 300 horas a la docencia? 
  • Como he explicado, buena parte de mi plus de dedicación docente la empleo en las "Zonas". Aunque la manualística jurídica ha realizado un notable esfuerzo para adaptarse a los tiempos boloñeses, todavía creo que desaprovecha los recursos de las nuevas tecnologías y la disponibilidad en abierto de un gran caudal de información, incluida mucha de calidad. Por eso, creo que las "Zonas" constituyen un valioso proyecto de enseñanza abierta, poco común en el campo jurídico; cerca de medio millón de páginas visitadas en sus tres años de existencia evidencian la utilidad del proyecto.  Su sinergia con la política de mi propia universidad es, además, grande: como la UIB ha sabido inteligentemente poner medida al excesivo presencialismo que domina las aulas universitarias españolas, productos como las "Zonas" resultan especialmente adecuados; y, al mismo tiempo, sirven para incrementar la imagen de esta universidad como una institución avanzada en el empleo de las nuevas tecnologías. 
  • El valor que añade el enojoso (por la cantidad, no por la calidad) trabajo de ayudar y evaluar cualitativamente a los estudiantes es distinto. Mi impresión es que Bolonia ha traído una multiplicación de la actividades de los estudiantes (exámenes, sobre todo) y una evaluación continua, por no decir atosigante; pero estamos muy lejos del objetivo perseguido de formar a los estudiantes en competencias. Me temo que, más allá de las miles de calificaciones que reciben, los estudiantes no son ni guiados ni evaluados consistentemente en las competencias jurídicas más básicas: obtener información jurídicamente relevante, analizarla de acuerdo con las pautas de la actividad y disciplina jurídica de que se trate  y comunicarla de forma adecuada al destinatario. Por eso creo que la interacción realizada y retroacción recibida de un profesor con muchos años de experiencia debe de ser especialmente valiosa para los estudiantes.
  • Definir y medir el aprendizaje de los estudiantes universitarios es difícil y son muchas las
    Profesor 3.0
    variables que inciden en el resultado, lo que explica que haya estudios contradictorios como este o este; sin embargo, numerosos metaestudios (como este o este) y estudios (ejemplo), sobre todo en Ciencias e Ingenierías, confirman que los métodos de enseñanza activa mejoran la formación de los estudiantes. Los análisis realizados en estudios jurídicos, aun siendo menos numerosos, apuntan en la misma dirección (ver este, esteeste, este o este). Estoy convencido, por ello y por propia intuición, de que ese plus de dedicación docente que me permite aplicar técnicas de aprendizaje activo suponen una mejora en la formación de mis estudiantes.  
  • Si, como hace el ángel Clarence con James Stewart en "¡Qué bello es vivir!", nos presentaran un panorama de cómo habría sido de diferente nuestro entorno menos inmediato de no haber estado ahí, la mayoría nos encontraríamos ante el juego de "encuentra las diferencias", nivel experto, pues las disimilitudes serían bastante menos evidentes que las que existen entre Bedford Falls y Pottersville en aquella película.
    Pero diferencias, haberlas, haylas; y en gran parte, son debidas a la emulación a que antes me he referido. Renunciando a la modestia en aras de mi anunciado compromiso con la sinceridad, creo que el ejemplo de tantos años de mostrar en mi Facultad de Derecho una especial devoción por la actividad docente ha podido ser un factor de emulación, uno de muchos acicates, que haya hecho que el profesorado de esta casa, cada cual a su estilo y medida, destaque por su labor lectiva y los estudiantes se gradúen con un alto grado de satisfacción (por encima de la difícil barrera de 3 en una escala de 4). Si este párrafo empieza peliculero, que termine de la misma manera: con el ejemplo, creo haber añadido unos cuantos pondios a la fuerza que nos acompaña en el servicio que esta pequeña Facultad balear presta a sus estudiantes.
 
*Actualizado 13/11/2019

3 comentarios:

  1. Excelentes consejos. Claridad y lucidez expositiva en esta entrada y en otras muchas de su blog. Mi más sincera enhorabuena.

    Reciba un cordial saludo

    Francisco Torres
    Profesor Titular de Derecho Mercantil
    Universidad de Vigo

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    1. Muchas gracias. Lo que uno más desea cuando monta un blog como este es resultar útil. Al fin y al cabo, creo que está en el genoma de todo profe universitario el objetivo de no resultar irrelevante.

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  2. Muchas gracias por compartir su experiencia. Ha sido muy gratificante leer sus palabras. Gracias.

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