22/10/2020

Pandemia y presencialidad en la universidad española

 Reflexiones sobre las clases, nuestro presencialismo "aulacentrico" y la pandemia

1. Suecia y España: una sorprendente comparación


Es sabido que Suecia es el país europeo que ha decidido asumir mayores riesgos en su política de contención de la pandemia: no se recomienda el uso de mascarillas (por lo que apenas se ven personas cubiertas ni por la calle ni en establecimientos ni en el transporte público), se permiten reuniones hasta 50 personas, han evitado confinamientos, limitan tanto las cuarentenas como las pruebas y en ningún momento han cerrado las escuelas. 

De todos los países europeos, Suecia es el que ha optado por el balance entre riesgos y prohibiciones más inclinado a la asunción de los primeros. Por ello, uno esperaría una política muy liberal en la apertura de las aulas universitarias. Y, ¡oh, sorpresa!, no es así.

La base de la política universitaria, al menos para el primer semestre del curso, se encuentra en una breve recomendación de la Agencia de Salud Pública sueca, que dice lo siguiente (traducción de Google):
Es importante que las instituciones de educación superior y los proveedores de educación sigan las recomendaciones generales que se aplican para reducir la propagación del covid-19. Una forma de reducir el riesgo de propagación de la infección es que el proveedor de educación realice educación a distancia cuando sea posible, por ejemplo, para los elementos teóricos, pero reanude la enseñanza en el lugar en las instalaciones para los elementos prácticos.

Hay, por lo tanto, una mera recomendación, muy orientativa, de desarrollar el curso de modo no presencial. Se acompaña de la sugerencia de adoptar la misma política que se recomienda a las empresas: todo el teletrabajo que sea posible. La analogía no es inocente: mientras Suecia equipara a los estudiantes universitarios con los trabajadores, España lo hace con los estudiantes de secundaria.

Pero sigamos con Suecia: ¿quién tiene que concretar la política universitaria ante la pandemia a partir de una recomendación tan genérica? Respuesta: cada universidad. ¿Y qué han hecho las universidades? Marcar una política general de enseñanza a distancia (en alguna con compromiso de que se mantenga estable durante el curso, en otras con el aviso de que los estudiantes deberán incorporarse rápidamente al modelo presencial si este puede ser reimplantado) con una remisión a los centros para que, en función de sus peculiaridades, determinen aquellas actividades que, de forma excepcional, pueden continuar siendo presenciales, con la consiguiente variedad según centros y universidades: actividades introductorias para nuevos estudiantes, grupos inferiores a 20 estudiantes, prácticas de laboratorio, seminarios o simulaciones, algunos postgrados, etc.

La política general de España frente a la pandemia, como sabemos, se encuentra en las antípodas de Suecia, con limitaciones mucho más intensas de la libertad personal y de la actividad social.

La política universitaria española, por su parte, se define en las tardías Recomendaciones del Ministerio de Universidades a la comunidad universitaria para adaptar el curso universitario 2020-2021  a una presencialidad adaptada y medidas de actuación de las universidades ante un caso sospechoso o uno positivo de Covid-19. Con una organización sistemática deficiente y un casuismo fastidioso, estas recomendaciones sitúan a España en el lado opuesto a Suecia. Si el país escandinavo ha optado por "la presencialidad imprescindible", es decir, tanta no presencialidad como sea posible, el nuestro se ha movido en sentido contrario: "la presencialidad posible", tanta presencialidad como sea posible (cumpliendo con las distancias y restantes medidas sanitarias); y si no es posible, clases duales; y si tampoco estas son posibles, clases por videoconferencia. No he comprobado exhaustivamente los planes con los que las universidades han concretado la aplicación de estas recomendaciones, pero la muestra que conozco es suficiente para comprobar que se ajustan a las mismas casi al pie de la letra (al fin y al cabo haciéndolo te evitas problemas y tener que dar explicaciones en las evaluaciones de la ANECA).

Carezco de la formación e información necesaria para valorar esta política desde el punto de vista de la salud pública. Está claro que la pandemia no puede tratarse con políticas de "riesgo cero", sino que debe encontrarse un punto de "riesgo llevadero", un balance en el que se tenga en cuanta el riesgo sanitario, de un lado, y la importancia de las actividades que se suprimen o condicionan, de otro. Como digo, no me pronuncio sobre el riesgo sanitario que se encuentra en uno de los platillos de la balanza; sólo lo hago sobre el peso que concedemos a la actividad universitaria que se encuentra en el otro. El estandarte del "¡Salvemos las clases! ¡Viva la presencialidad!" que han enarbolado numerosos comentaristas, estudiantes, rectores (con la CRUE al frente) y ministro es revelador de que el presencialismo y la clase siguen dominando nuestro modelo de universidad y por eso se han considerado prioritarios.

A la inercia de nuestro presencialismo "aulacéntrico", sobre el que luego me explayo, han podido sumarse, en la adopción de esta política, algunas razones coyunturales.

La primera es el temor al argumento o agravio comparativo que podría haber sido esgrimido por sindicatos y padres ante la política de apertura de escuelas, colegios e institutos. El argumento, en mi opinión, tiene poco peso: a diferencia del resto de los estudiantes, a los universitarios, como personas mayores de edad que son, se les supone una capacidad de autorregularse que no es predicable del resto de estudiantes; además, las etapas preuniversitarias tienen una función educativa (y no meramente formativa, como la universitaria) que puede requerir un contacto más cercano, de carácter presencial. Apunto, con todo, que para su equivalente al bachillerato, Suecia ha reconocido a los institutos la competencia para definir la mayor o menor presencialidad de sus enseñanzas (no hay que olvidar que una de las principales razones por las que la escuela ha permanecido abierta ha sido que, en caso de cerrarse y teniendo en cuenta los tradicionales derechos al cuidado de los hijos pequeños que tienen los trabajadores suecos, el país se habría paralizado; esta razón falta cuando los hijos tienen más de quince años).

La segunda razón coyuntural puede haber sido el temor de las universidades tradicionalmente "receptoras" a que el anuncio de una presencialidad muy limitada ahuyentara a sus estudiantes. En universidades que sirven como polo de atracción académico-lúdico-cultural, el perjuicio de la falta de presencia de estudiantes procedentes de otros lugares se extendería, además, a las ciudades que las alojan. Esta razón ha jugado un papel importante en el hecho de que las universidades del Reino Unido, con alguna notable excepción, como Cambridge, hayan apostado por una elevada presencialidad. En la tradición del Reino Unido, donde muy pocos estudiantes estudian en su ciudad de residencia, siempre se ha valorado enormemente la experiencia personal de la vida de campus (que permite a las universidades sumar a sus ingresos por matrículas los de servicios complementarios, como el alojamiento). El temor a que los estudiantes optaran por "pasar año" y/o se rebelaran por el hecho de tener que pagar unas matrículas que, excepto en Escocia, decuplican las españolas ha debido de empujar a las universidades, dañadas ya por el Brexit, a mantener un régimen docente tan normal como sea posible.


2. ¿Otra oportunidad perdida?


Es posible que estas consideraciones estén sesgadas por mi experiencia como profesor de Derecho, pero creo que son perfectamente trasladables a las Humanidades y Ciencias Sociales y, con alguna adaptación, al resto de la áreas formativas universitarias.

La universidad española adolece de un excesivo presencialismo "aulacéntrico" y de un propósito exageradamente enciclopédico. 

En efecto, se espera que el estudiante que se gradúe haya asistido a 20 horas semanales de clase durante 30 semanas al año, lo que hace un total de más de dos mil clases a lo largo de la carrera, la mayoría de ellas teóricas, una cantidad desproporcionadamente superior a la que se aplica en universidades de tanta tradición didáctica como las anglosajonas.

Por otro lado, nuestro "prurito enciclopédico" hace que deban estudiarse "de pe a pa" los temarios completos de cada asignatura (unas 40), tal como están explicados en los manuales completos (actualmente se mueven en torno a las 300 páginas por asignatura de 6 créditos) o en los apuntes que es posible explicar en 45 a 60 horas de clase.

Como todo tiene un precio, los estudiantes no tienen ni tiempo ni motivación para realizar actividades que les permitan ganar autosuficiencia en la resolución de problemas, capacidad de análisis y síntesis, comprensión y expresión, trabajo en equipo, etc.

En definitiva, con este modelo, la universidad se convierte en una extensión del bachillerato y el estudiante sigue siendo tratado como un niño que debe escuchar acríticamente un buen puñado de clases y al que no le es necesario salirse nunca de su carril "clases-apuntes o manual-examen".

La "reforma de Bolonia", a la que tan injustamente se acusa de infantilizar a nuestros estudiantes, constituyó una preciosa oportunidad, desaprovechada en su mayor parte, de evolucionar hacia una universidad del siglo XXI que trate a los estudiantes como personas adultas responsables de su aprendizaje. Para que nada cambiara, los "créditos ECTS" se tradujeron "lampedusianamente" en horas de clase, para alumnos y para profesores (para estos, el llamado "Decreto Wert" puso la puntilla). Al fin y al cabo, la hora de clase es una unidad de medida espaciotemporal tan cómoda para todos, tan medible y controlable...; formalmente, claro, porque, si no hay agresiones físicas o desconsideraciones verbales, nada trasciende de lo que ocurre dentro del aula más allá de una nota, carente de todo valor, en las encuestas docentes y, quizás, un comentario perdido en patatabrava). En definitiva, todo pudo seguir más o menos igual, sólo que con más ropaje burocrático.

La desgraciada pandemia ofrece a las universidades una nueva oportunidad más de moverse en el sentido apuntado; se trataría no de adaptar la presencialidad, sino de reducirla y dar juego a una mayor actividad independiente del estudiante (y una mayor colaboración del profesor). Como hemos visto, parece que "los tiros no van por ahí" y se ha impuesto la inercia de la presencialidad (física y, si no, virtual). Ha podido influir la sobrecarga inopinada de trabajo que, desde marzo, han sufrido servicios administrativos y responsables de los centros: es explicable que quisieran organizar el curso 2010-21 con la menor cantidad de cambios posibles en grupos, modalidades y horarios. Además, en las universidades, el tempo de la toma de decisiones institucionales, si son de cambio, se miden en años, no en meses, que es el plazo que nos ha concedido la pandemia.

Creo, con todo, que al "trantrán" típicamente universitario, se acabará produciendo una cierto deslizamiento en la dirección deseada. Como la revolución digital nos ha enseñado a los juristas, la búsqueda de "equivalentes funcionales" casi siempre conduce a una revisión de las categorías que se pensaban intocables; y precisamente la pandemia nos obliga a buscar "equivalentes funcionales" de la docencia de toda la vida y, por ello, va a conducir a profesores e instituciones a repensar viejas categorías como la hora de clase o la hora de clase en aula.

Dedico el siguiente apartado precisamente a realizar un análisis de los sustitutivos o equivalentes funcionales de la presencialidad ordinaria. 


3. Sustitutivos de la presencialidad ordinaria


3.1. Las clases


Aclaración previa: clases teóricas y clases prácticas


Antes de entrar en materia, aclaro que distinguiré entre clases teóricas y clases prácticas con independencia de la categoría administrativa a que pertenezcan o tamaño del grupo en que se impartan. Considero clases teóricas aquellas en las que el profesor explica el temario y el desempeño del estudiante se reduce a tomar unos buenos apuntes o, en el mejor de los casos, comprender la explicación; son compatibles con la posibilidad de que los estudiantes pidan alguna aclaración o explicación complementaria si lo necesitan, durante o al término de las explicaciones; suelen conocerse habitualmente como clases magistrales. Las clases prácticas exigen del estudiante una mayor involucración, una disposición menos pasiva y recepticia, ya que, de una u otra manera, debe trabajar sobre los problemas, prácticos o teóricos, planteados en la clase, con alguna forma de puesta en común; estas clases permiten, aunque no exigen, el desarrollo de actividades de evaluación.


A. La presencialidad adaptada


La presencialidad adaptada supone, en primer lugar, la impartición de la docencia bajo las condiciones sanitarias impuestas por la pandemia: básicamente distancias (entre estudiantes y entre estos y el profesorado) y mascarillas (en algunas universidades, también pantallas); las exigencias de ventilación también puede ser relevantes: ya he visto en las redes quejas por el frío reinante en nuestras aulas.

Como, por razones de aforo de las aulas o de los propios edificios, no pueden acceder al aula todos los estudiantes, se incorporan a las aulas presenciales herramientas de videoconferencia que permiten que, de forma rotatoria, una parte de los estudiantes estén presentes en el aula y otros sigan la clase desde su casa (clase dual) o desde otra aula (aula-espejo). De esta manera, la clase es mixta: presencial para unos, a distancia para otros.

Examinada esta forma de docencia a la luz de mi experiencia (que incluye muchos años de clases mixtas, realizadas en las clases del campus de Mallorca, pero compartidas por videoconferencia con sendas aulas de las sedes universitarias de Ibiza y Menorca), observo las siguientes desventajas respecto de la docencia presencial ordinaria a la que vendría a sustituir:

  • Difuminación de todos los registros propios del lenguaje corporal, en especial, las expresiones faciales, tanto por la distancia existente entre docente y discentes como por el uso de las mascarillas. Por mucho que se diga que los ojos son el espejo del alma, la comunicación entre los enmascarados y alejados participantes de una clase pierde mucha calidad en los dos sentidos: al profesor le falta la preciosa retroalimentación que ofrecen las expresiones de los estudiantes; y a los estudiantes, los matices que el profesor puede introducir con una sonrisa irónica, una expresión atónita, un gesto dubitativo, etc. Aunque el profesor utilice recursos alternativos, como el de acentuar el manoteo "a la italiana", me temo que dará una imagen más hierática que la que ofrece a cara descubierta y a más corta distancia.
  • Efecto amortiguador de las mascarillas. No es tan relevante como la desventaja anterior, pero las mascarillas obligan al profesor a realizar un despliegue vocal más intenso y producen un efecto sordina que puede empeorar la calidad de la pronunciación o entonación. En clases grandes sin micrófono puede ser un problema grave.
  • Obstaculización de la interacción entre estudiantes, debido tanto al espacio que media entre ellos como al ambiente de distanciamiento que reina en el aula. Para mí, que empleo con mucha frecuencia el método de generar discusiones breves en grupos de tres o cuatro estudiantes, supone una pérdida importante.
  • En las clases mixtas se une a todo ello un problema añadido: la difícil sincronización de la actividad lectiva para dos grupos de estudiantes que se encuentran en situaciones distintas: en el aula o fuera de ella (en casa o en otra aula). Lograr un suficiente nivel de interactividad en esas condiciones solo se puede lograr: a) aplicando unos niveles de agilidad mental (y técnica informática) extraordinarios y ralentizando considerablemente el ritmo de la clase; b) "castigando" a uno de los dos grupos de estudiantes (normalmente el que no se encuentra presente en el aula) a ser meros espectadores (en el mejor de los casos) de la actividad desarrollada en el aula. Puede servir de indicio de la importancia de este obstáculo el hecho de que abandoné el proyecto Campus Illes, de docencia sincrónica entre Mallorca, Menorca e Ibiza, precisamente por el estorbo que me suponía, en la impartición de las clases, esta forma de docencia mixta. 
Las clases prácticas son las más afectadas por los obstáculos mencionados, puesto que los cuatro las lastran; a las clases teóricas, en cambio, solamente los dos primeros.


B. La videoconferencia


Las clases pueden desarrollarse en plataformas de videoconferencia (BB Collaborate, Zoom, Skype, Google Meet, etc.). Como la pandemia nos "atropelló" al poco de comenzar el segundo semestre del curso pasado, muchos de nosotros echamos mano de estas herramientas para sustituir las clases que no podían desarrollarse presencialmente. Estas son mis observaciones sobre sus ventajas e inconvenientes:
  • Exigencia redoblada para el profesor. En primer lugar, dado que el margen de improvisación es menor, las clases exigen mayor preparación que sus equivalentes presenciales. Además, las propias condiciones en que se imparten tiene un no sé qué (mirada dirigida a una fría y estática pantalla, necesidad de manejar simultáneamente las herramientas informáticas, etc.) que las hace especialmente intensas, intelectualmente agotadoras. Desde que he tenido que impartir videoclases observo con mayor simpatía a los presentadores de televisión.
  • No sólo los profesores; también los estudiantes padecen la llamada "fatiga Zoom". En mi experiencia del semestre pasado pude observar que los bloques de dos horas de clase en que nuestra Facultad organiza la docencia se hacían demasiado largos para los estudiantes.
  • Mayores oportunidades/incentivos para la distracción del estudiante. Fuera del propio portátil o móvil, la clase presencial ordinaria ofrece reducidas oportunidades de distracción y la mirada del profesor produce un efecto aglutinador sobre la atención de los estudiantes. En cambio, en las videoclases, el estudiante se encuentra generalmente en su casa, sometido a toda clase de distracciones, y, por razones de comodidad y/o privacidad, evita encender la cámara de su dispositivo, por lo que queda liberado del escrutinio del profesor. Como habrás podido observar si has seguido como asistente algún webinar o reunión por videconferencia, es un terreno abonado para la "multitarea".
  • Buena comunicación por parte del profesor. Más allá del hecho de la pérdida de naturalidad atribuible a la cámara y a la falta de retroalimentación visual, la comunicación del profesor con los estudiantes es buena. El empleo de primeros planos o medios planos (si se quieren mostrar las manos) permite que los matices del lenguaje corporal sean más visibles para los estudiantes que lo que lo son en una clase de presencialidad adaptada (o en una clase normal si el estudiante no se sienta en las primeras filas). Es verdad, sin embargo, que la falta de calidad de las conexiones puede reducir enormemente esta cualidad comunicativa.
  • Ciertas posibilidades de interacción entre estudiantes y entre estos y el profesor. Las plataformas de videoconferencia más empleadas permiten que el estudiante intervenga por voz y por chat, crear grupos pequeños de trabajo y recoger respuestas en forma de sondeo. No son herramientas equiparables a las que se pueden usar en una clase presencial normal, pero sí creo (y comprobé el semestre pasado) que pueden sobrepasar las posibilidades de interacción existentes en una clase de presencialidad adaptada, muy reducidas, como he explicado antes.
  • Accesibilidad mejorada para los estudiantes, bajo unas condiciones mínimas. Las videoclases pueden seguirse desde cualquier lugar, por lo que mejoran el acceso de quienes se encuentran ocasionalmente de viaje, viven lejos de las instalaciones universitarias  o tienen algún impedimento para acceder a las mismas como, por ejemplo, estar sometidos a tratamiento, cuarentena o confinamiento. Eso sí, deben concurrir tres condiciones: a) que el estudiante disponga del equipo necesario (como mínimo, un móvil estándar); b) que tenga una conexión de datos "potable" (wifi o datos móviles); c) que disponga de un espacio mínimamente reservado. Según mis observaciones, universidades e instituciones han puesto en marcha iniciativas para facilitar a los estudiantes los equipos precisos. Los problemas de conexión (no todo el territorio nacional tiene cobertura telefónica de datos) y espacio podemos darlos por resueltos mientras no volvamos a una situación de confinamiento domiciliario, ya que el estudiante puede desplazarse a lugares que sí reúnen las condiciones necesarias (las universidades deberían priorizar la oferta a los estudiantes de plazas de estudio en condiciones seguras). El cumplimiento de estas condiciones mínimas requiere, en todo caso, una revisión constante a lo largo del curso.
  • Formación en una competencia instrumental. La pandemia nos ha obligado a adoptar la videoconferencia como una herramienta básica de comunicación, en especial en campos como el laboral, el académico o el político. Razones económicas y ecológicas impedirán que, cuando la pandemia se supere, se produzca un reflujo pleno a la presencialidad preexistente. Por ello, creo que una de las ventajas de las videoclases reside en que sirven para adiestrar al estudiante en el uso de una herramienta, la videoconferencia, que con toda seguridad formará parte de su futuro paisaje profesional.
Los puntos débiles de la videoconferencia se atenúan y se refuerzan, en cambio, los fuertes conforme se reduce el número de participantes; para mí, el óptimo se alcanza con el seminario (10 alumnos o menos).


C. El suministro asincrónico de información 


Otro sucedáneo de las clases presenciales consiste en poner a disposición del estudiante la información que habría de ser objeto de las mismas en otro formato distinto. Si la clase es lo más parecido a una representación teatral de una obra, se sustituye por el guion escrito de la misma o la novela en que se basa, su filmación o su grabación sonora.

La falta de sincronía de estas herramientas tiene su lado positivo y su lado negativo. El primero: la libertad que concede al estudiante para escoger el momento en que utiliza los materiales puestos a su disposición. El lado negativo: la pérdida de la viveza de una interacción "en vivo", con retroalimentación inmediata entre los participantes. Por eso, creo que nos encontramos ante unos instrumentos muy apropiados para sustituir las clases teóricas y poco adecuados, en cambio, para hacerlo con las prácticas.

Queda preguntarse, por último, qué formato es el preferible.

En cuanto al formato audiovisual (clases grabadas en vídeo), mi opinión es la siguiente:
  • La clase videograbada como si fuera una clase ordinaria, acompañada o no de una presentación en Powerpoint, resulta extremadamente anodina. Una búsqueda en Youtube de los términos "clase" y cualquier área de conocimiento jurídica permite acceder a multitud de bienintencionados videos insulsos, presentados por bustos parlantes y clasificables, en su gran mayoría (siempre hay espacio para la excepción), como auténticos "rollos"; probablemente nada distinto de lo que ocurre en el interior de demasiadas aulas.
  • Los expertos recomiendan vídeos cortos (menos de 10 minutos), que pueden ser útiles para la presentación de las claves de una materia, el enunciado de un caso práctico, etc. Por lo tanto, no se trata de sustituir las clases, sino de ofrecer una visión multimedia de algún aspecto sobre el que queramos llamar la atención especialmente.
  • En mi propia experiencia, cuando deseo informarme sobre un tema (salvo que sea muy visual, como, por ejemplo, el manejo de un aparato o un programa), rara vez acudo a vídeos y como mucho lo hago si tienen una especial calidad por el profesor y la producción (como alguna de las charlas Ted). Y dudo que a las universidades les resulte eficiente invertir en la sustitución de las clases de sus profesores por producciones de alta calidad, más allá de algunos cursos de formación para la autoedición de vídeos.
  • En las clases videograbadas (y, en menor medida, en las clases por videoconferencia) el profesor adopta un registro más formal que en una clase presencial. Se ofrezcan o no en abierto, la posibilidad de que se difundan aconseja evitar ese grado de informalidad y hasta incorrección que puede adoptarse, con ganancia para los estudiantes, en una clase ordinaria. Falta, en definitiva, ese grado de intimidad, de conversación off the record, que todavía es propio de las clases presenciales, por más que la posibilidad técnica de grabación o el riesgo de ser mencionado en las redes sociales sean inevitables.
Para las grabaciones sonoras (podcasts) valen parecidas consideraciones, mutatis mutandis. La pérdida de la imagen se compensa con la ganancia en ubicuidad: los podcasts pueden escucharse al volante de un automóvil o mientras uno pasea o cocina. 

Personalmente, soy muy fan de los podcasts, incluidos los no musicales. Vaya mi homenaje, para empezar, a los maravillosos relatos sonoros de RNE, como estos deliciosos "Libros de notas" literario-musicales o la más antigua "La pequeña crónica de Anna Magdalena Bach", de la que, por desgracia, sólo esta disponible el primer capítulo. Escucho (y recomiendo a los estudiantes) algunos podcasts jurídicos, que adoptan el formato de un reportaje periodístico, con noticias, entrevistas, etc. 

Sin embargo, como ocurre con los vídeos, no se me ocurre, como usuario, acudir a un podcast para obtener información temática equivalente a la que se produce en una clase. Como con los vídeos, creo que no son adecuados para una exposición sistemática de la materia, aunque pueden emplearse para algún asunto que se preste a componer un relato, una narración.

Finalmente, queda el formato escrito (en su sentido más amplio; incluyo, por ejemplo, páginas web).

Estas son las características más relevantes de la provisión por escrito del material que ordinariamente es objeto de las clases:
  • En comparación con el material audiovisual, la navegación en textos escritos es mucho más ágil. Podemos leer todo o parte de un escrito con meticulosidad o en diagonal, ignorar un apartado o un párrafo, volver atrás, saltar a determinado apartado, subrayar, tachar, empezar por el final, etc. Cualquiera que reciba mensajes de voz de Whatsapp coincidirá conmigo en considerar que la lectura de mensajes de texto es mucho más eficiente.
  • La utilización del formato web, hoy en día al alcance de todos, permite enriquecer el texto escrito con hiperenlaces que colocan información complementaria al alcance de un clic.
  • Si el profesor no desea elaborar sus propios apuntes o no dispone de tiempo para hacerlo, existen numerosos manuales de las materias jurídicas. Es verdad que, aunque han mejorado didácticamente y se han abreviado, la mayoría son todavía demasiado extensos, pero es un inconveniente que cualquier profesor puede remediar facilitando a los estudiantes guías de lectura.
  • En las profesiones jurídicas para las que formamos a nuestros estudiantes, la información sobre la que se trabaja se encuentra, de forma predominante (aunque no única), en forma escrita. Es por ello positivo para la formación de sus competencias preprofesionales que el estudiante de Derecho se acostumbre a trabajar sobre textos escritos.
Como complemento de los tres formatos analizados -vídeo, podcasts, escrito-, podemos contar con los tests o cuestionarios a resolver por los estudiantes, disponibles en las plataformas educativas o en abierto en Internet (por ejemplo, los Formularios de Google). Pueden ofrecer cierta retroalimentación a los estudiantes (y al profesor), aunque más estereotipada que la que permite una clase práctica.


3.2. Evaluación


La herramienta presencial de evaluación por excelencia en nuestras universidades es el examen escrito (o, a veces, oral).

Los sustitutivos que se ofrecen -trabajos a entregar, exámenes orales por videoconferencia, exámenes escritos con control por videocámara, exámenes "contrarreloj" en línea, etc.- suplen razonablemente bien los exámenes escritos, aunque, vista la escasa desconsideración del fraude en la escala de valores de los estudiantes españoles, conviene mantener las alertas en marcha. A falta de otros datos, mi impresión es que los sustitutivos del examen pueden haber multiplicado por dos o por tres el muy reducido pero inevitable riesgo de fraude de los exámenes ordinarios, sin que haya motivos para pensar que se vaya a producir en cursos sucesivos un crecimiento que desaconseje cualquier alternativa al examen presencial.


3.3. Tutorías


Es sabido que la tutoría presencial apenas es empleada por los estudiantes; en mi caso, se produce una consulta de estudiante en mi despacho por cada veinte consultas al término de la clase o cincuenta consultas por correo electrónico. En mi caso, la mayoría de las tutorías presenciales, que me gusta mantener, son "provocadas" (es decir, obligatorias).

En un sistema de baja o ninguna presencialidad, la tutoría adquiere un mayor protagonismo, dado que los estudiantes deben autorregularse y pueden necesitar, por ello, mayor orientación.

Las nuevas tecnologías nos ofrecen dos grupos de herramientas con los que desarrollar la acción tutorial en un régimen de nula o baja presencialidad:
  • El correo electrónico o los foros existentes en la mayoría de plataformas educativas. Son herramientas de carácter asincrónico, lo que hace que pueda haber un lapso temporal entre la pregunta y la respuesta; por otro lado, son escritas, lo que permite conservar el intercambio de mensajes y revisarlo en cualquier momento.
  • La tutoría por videoconferencia. Al ser sincrónica ofrece mayor inmediatez y un grado más elevado de calidez, sobre todo si la comparamos con la característica aspereza del correo electrónico. Existen además herramientas auxiliares que pueden ayudar al profesor a hacer llevaderas las tutorías por videoconferencia. En primer lugar, disponemos de herramientas de gestión de citas (Moodle dispone de un módulo de programación de citas o puede emplearse en su defecto la herramienta Consultas)) que permiten una buena gestión del tiempo dedicado a estas tutorías tanto para el profesorado como para los estudiantes. En segundo lugar, casi todas las plataformas de videoconferencia permiten mantener una "sala de espera", lo que facilita al profesor la realización de varias tutorías sin solución de continuidad.


4. Mis conclusiones


Aunque alguna de mis conclusiones ya la tenía adoptada y aplicada con anterioridad, se alinean perfectamente con las exigencias de la pandemia.

Mi primera conclusión es la perfecta sustituibilidad de las clases teóricas por materiales escritos en línea (y en abierto: Zona responsabilidad civil y Zona obligaciones y contratos). Aparte de otros argumentos y de la comprobación de que el modelo funciona en la práctica (gracias a la opción Campus 50/50 de la Facultad de Derecho de mi universidad), suelo autorreforzarme con lo que llamo el "test del alumno racional". Pongamos que tenemos un abrelatas, digo, pongamos que tenemos un alumno que, como perfecto "maximizador racional de sus fines en la vida", debe determinar, sabiendo que va a recibir docencia práctica y va a poder resolver sus dudas con el profesor, si resulta más eficiente para su aprendizaje acudir a las clases teóricas o disponer del mismo material, "auténtico" e idéntico, en formato escrito; suponiendo también que no padece el sesgo de la inercia adquirida en el bachillerato ni el de la presión familiar o social acerca de la importancia de "ir a clase"; y suponemos, también, que las condiciones son idénticas y que, por ejemplo, el argumento de "tu cara me suena/no me suena de clase" no influirá ni en la evaluación ni en su revisión; y que se da la misma identidad en la calidad de las clases y los materiales: malos materiales/malas clases, buenos materiales/buenas clases. Mi conclusión es que, en función de sus circunstancias personales (por ejemplo, el coste de desplazarse para asistir a la clase), es altamente probable que ese estudiante racional se incline por los materiales escritos como forma más eficiente de aprender (y no digamos de superar un examen).

La segunda conclusión es que, por el contrario, las clases prácticas son una herramienta preciosa de aprendizaje, donde el estudiante realiza buena parte de la "gimnasia" que le hará crecer como jurista en formación. Para optimizar las clases prácticas, haciendo que el estudiante llegue a ellas con un mínimo de preparación, desarrollo una metodología de "enseñanza inversa", basada precisamente en los materiales escritos de que dispone previamente el estudiante. De cara al segundo semestre, en el que tengo concentrada la docencia, mantengo abierta la reflexión (y la observación de la experiencia de mis compañeros del primer semestre) acerca del mejor canal para la realización de estas prácticas en tiempo de pandemia; en concreto, si los obstáculos a la comunicación que presentan los modelos de presencialidad adaptada hacen preferible el empleo de las clases de videoconferencia, con todas sus debilidades. No me cierro a soluciones "eclécticas"; no me refiero a las clases mixtas, sino a otras alternativas, como jugar con los tres grupos que me corresponden para dedicar uno de ellos, total o parcialmente, a docencia por videoconferencia.

La tercera conclusión, también antigua, pero reforzada para tiempos de pandemia, es que la tutoría y la retroacción (en la evaluación de los trabajos, por ejemplo) son capitales y deben cuidarse con mimo. Ningún estudiante debe sentirse perdido (salvo si ello es imputable a su propia indolencia).

Levantando ahora la vista de mi propia labor docente y mirando a la universidad española, soy realista en cuanto a las dificultades organizativas a que se ha enfrentado, siempre con escasez de medios, materiales y personales (aquí es donde me sonrío pensando en los presupuestos que manejan las universidades que nos superan en los famosos rankings). Aun así, en mi opinión:
  • Podría haber apostado por la reducción de la docencia teórica y no la mera sustitución del canal de las clases -presencial o por videoconferencia-, aunque solo fuera con carácter experimental y opcional para el profesorado. Con el mismo carácter, habría reducido la presencialidad extrema de las asignaturas de primer curso.
  • Estas primeras decisiones habrían liberado aulas y espacios horarios para poder "mimar" la docencia práctica y, quizás, atender respecto de la misma las preferencias de cada profesor y asignatura. 
  • También habrían liberado a la universidad de la costosa infraestructura dedicada a permitir que en las aulas se desarrolle docencia mixta. A cambio, podría haberse reforzado la puesta a disposición de los estudiantes de equipos y espacios para poder participar en las actividades digitales.
  • Finalmente, creo que debería haberse dado más protagonismo a la tutoría (virtual), esencial en tiempos de pandemia. En las "Recomendaciones" del ministerio, por ejemplo, todo lo que se dice sobre ella en que en los planes de contingencia deberá incluirse el "establecimiento de horarios para tutorías, seminarios, etc., con objeto de garantizar tanto una correcta atención al estudiantado como una jornada laboral acorde a la legislación laboral para el profesorado".










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